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Las lecciones que he aprendido durante 2025 me han convertido en una persona más resiliente de lo que esperaba, sin contar la enorme cantidad de paciencia que he logrado desarrollar frente a ciertas vicisitudes. He aprendido a resistir sin endurecerme, a esperar sin perderme y a aceptar sin resignarme.
Precisamente, el acto de materializar o proyectar objetivos a principios de este año me brindó la brújula necesaria para poder llegar a ellos. Uno de los tantos que me había asegurado era el de ser el profe del año en mi trabajo. Lo dije con tanta certeza que incluso me imaginé recibiendo ese reconocimiento sobre la tarima, durante el acto de graduación que ocurrió en diciembre. Me esforcé, di lo mejor de mí y caminé con convicción hacia ese punto. Y lo hice porque siento que me lo merezco: porque he atravesado una gran cantidad de situaciones emocionales que fácilmente pudieron convertirse en obstáculos insalvables al momento de impulsarme hacia el futuro que tanto deseo.
Muchas personas me han dicho que a gente como yo le deben suceder eventos extraordinariamente bonitos. No sé si todas lo dicen desde la autenticidad o la honestidad, pero es una frase que se ha vuelto común, casi repetitiva, como si se tratara de una verdad automática que no siempre encuentra eco en la realidad.
En las últimas semanas de este año he leído ese “mereces, mereces” tantas veces, como si la palabra, por sí sola, tuviera la capacidad de materializar aquello que promete. Sin embargo, he aprendido que merecer no siempre significa recibir de inmediato, sino sostener la dignidad, la constancia y la esperanza incluso cuando la recompensa tarda en llegar. Merecer también implica seguir siendo quien uno es, aun cuando nadie esté mirando.
Y en ese merecer, el amor ocupa un lugar esencial. Quiero merecer, y estoy dispuesto a recibir en mis manos una gran cantidad de amor, porque he atesorado ese sentimiento durante tanto tiempo que todavía me cuesta comprender sus silencios. Sí, los silencios de esa persona que presuntamente es la indicada, pero que no llega, o que llega a medias, o que no se muestra con sus verdaderos colores. He aprendido que el amor no debería sentirse como una espera interminable ni como una promesa suspendida en el aire.
Merezco un amor que no dude, que no tema, que no se esconda. Un amor que no me haga cuestionar mi valor ni mi lugar. Uno que llegue con presencia, con claridad y con la misma valentía con la que yo he aprendido a sentir.
Estoy plenamente convencido de que merezco bendiciones en todos los aspectos de mi vida. Tantas, como las manzanas que como a diario.
