En
la vida, así como en el amor, se presentan un cúmulo irrefrenable de hechos que
van escurriéndose en el tiempo. Se nos presenta con incontables episodios que
tienen un punto de partida y uno de llegada, solo que algunas veces comenzamos,
pero pareciera que no llegáramos a la línea de meta o esta pudiera encontrarse
cada vez más lejos.
Crédito: https://www.flickr.com/photos/danooosh/ |
El apuro de quien no sabe esperar en el amor, desencadena
irritabilidad y pone en evidencia lo insensato que pudiera llegar a ser alguien
por contagiarse de un afán casi afiebrado, salvo algunas excepciones. No es
acortar las distancias entre los puntos de manera precipitada, pero sí que haya
una forma de abrir posibilidades a la certeza y no a las bombas de tiempo de
aguantar, que no son tolerar ni ser paciente, sino represar. Si tomamos en
cuenta las ganas de conocer el futuro desde ya, caemos en la ansiedad, que
luego se torna en intranquilidad por el ímpetu que se le coloque. Lo que sí es
válido es tener aspiraciones.
Solo quienes han sabido sortearse ante los
momentos difíciles, los tiempos se adecúan para bien. A veces, considerar una
pose de irracionalidad ante los traspiés que originan salirse de los objetivos
de una buena espera, conducen hacia convertirlo en un acto nulo que no tendrá
buenas intenciones. Sin embargo, una de las cosas más aleccionadoras y
gratificantes del mundo es entregar la fe con denuedo en el intermedio de la partida
y la llegada.
Esperar en medio de toneladas de palabras y experiencias
significativas, es sobreponerse al desazón de la intranquilidad y la
incertidumbre. Anhelar nos pone en la cima cuando estamos en paz. Las virtudes
que se ganan a partir de la espera, con base en la tranquilidad del espíritu, nos
hacen fuertes. Solo hasta que se sienta una ansiedad invivible, la paciencia no
hará ruido y tendrá más poder. Esa es la facultad del cambio.
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