17 de mayo de 2025

Paisaje azul

En ocasiones, queremos que los dolores nos carcoman de una vez por todas para dejar de sentir. Es esa manía de querer acabar con todo sin que haya un camino empedrado de por medio, sino que, si se ha de parar esa tortura, que sea de un solo golpe. Sin embargo, otros días nos surgen esas ganas de absorber el mundo, de conquistarlo -como dicen muchos- a pasos agigantados.

Estos meses, las motivaciones para desahogarme con alguien, para bien o para mal, de dejar que las palabras encuentren su curso, no han faltado. Parece que uno ha llorado tanto en esta vida que las lágrimas se agotaron como el azúcar a final de mes. El dulzor de mis palabras no se agota, increíblemente, a pesar de los días en los que la gente me trata como primero les sale del bolsillo. No sé si agradecer esa paciencia eterna que me ha otorgado El Creador, digo yo, en vez de disfrutar de una estatura promedio que siempre quise. Esa fortaleza me supera cada vez más.

He sido muy mentado por como la gente me ve, como “el mejor”, “you’re the best, teacher”. Hasta que lo fui en marzo, con reconocimiento y todo. El síndrome de impostor me golpea con lazo de amaestrar bestias. Sé que soy tan organizado, que casi cuento las veces que respiro o las tantas olas que vienen y van cada vez que recuerdo a los amores eternos y a los efímeros, a los ingratos y al más bonito que he tenido, aparte del de mi madre hermosa. Me casé con una satisfacción que se disuelve como vitamina C en vaso de agua tranquila. No sé por qué no termino de creérmelo. Hay un desbalance entre lo que soy y lo que es palpable. Ese azote de realidad me hace pisar fuerte, en lugar de estar flotando en ilusiones.

Los días pasan y hay fragilidades que no pueden esconderse debajo de la alfombra. Ahora, la fortaleza me tiene embelesado. Y, sin embargo, a veces me descubro deseando volver a aquellos días en los que no sabía nada, pero lo sentía todo. Cuando el viento tenía otro sabor y los sueños no se medían en logros, sino en promesas. Me acuerdo de aquel paisaje azul que dibujaba con la mirada desde la ventana, creyendo que el mundo cabía en mis manos. Hoy, aunque mis manos están llenas de papeles, de nombres, de logros, también están vacías de ciertas caricias, de ciertas voces que ya no suenan.

He aprendido a sostenerme, sí, pero no a dejar de extrañar. Tal vez esa es la verdadera fortaleza: saber que hay vacíos que no se llenan, y aun así seguir caminando. Porque hay nostalgias que no duelen, solo susurran, como si el alma las llevara pegadas a los talones. Y mientras escribo estas líneas, pienso que quizá todo lo que fui, lo que soy y lo que sueño, cabe en ese paisaje azul que alguna vez imaginé... y que, en el fondo, nunca dejé de mirar.

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