Han pasado tres años desde que crucé la frontera desde
Venezuela y han sido tantos amaneceres en esta tierra caliente, que la noción
del tiempo es casi imperceptible. Los días han transcurrido como parpadeos. Los
cambios han sido muchos, pero pocos han sido bien sentidos, como pasos
agigantados.
Sumergirse en la rutina del trabajo es algo a lo que uno se
acostumbra rápidamente. He pasado de ir a un colegio público venezolano a dar
clases en medio de aulas desprovistas y sin servicio eléctrico, a seis horas
del día haciendo que otros aprendan a comunicarse en una lengua extranjera
jugando y abrumado de tecnología.
Venezuela me enseñó lo que soy y forjó un carácter innegable,
me hizo expresar la tristeza a través de cartas, tuits y caras largas. Me hizo
sentir el hambre de progreso, de comidas nutritivas y de vivir plenamente. Dejé
atrás mi hogar en esa montaña alta y fría, de la que me quejaba porque el techo
de mi casa dejaba colar las lágrimas del cielo de una tierra secuestrada. Aún
se cuelan las gotas de agua porque, en este nuevo país del que estoy agradecido
enormemente, se tienen que pagar muchas cosas que uno llamaría “lujos” cuando
se ha vivido en la resignación, pero que son normales. A veces no alcanza, pero
se vive, se respira el aire de la cotidianidad. Mi techo de allá aún me
reclama, pero ha sido tan paciente como yo.
En varios momentos he tenido la grandiosa oportunidad de
brindar, con cerveza de acá. Me acuerdo que, en el año nuevo del 2021, me
prometí con una lata de Águila en mi mano derecha, obtener mi nacionalidad
y salir adelante. Manifesté, atraje, consolidé o materialicé. No sé qué pasó,
pero lo he logrado. Ha habido un equilibrio curioso entre lo que proyecté y la
realidad que he venido construyendo.
Sin embargo, he querido escribir estas palabras para
desahogar un vaso que no ha tenido aguas calmadas. No todo ha sido perfecto, y
es que los afectos pasados no me dejan un buen sabor. A veces siento que vivo
esa fábula, una película, la proyección ante mis ojos, un pendiente, un punto
blanco en un gran espacio negro. Caminar como en medio de conflictos, parafraseando
a A. Cepeda. Unos días me ayudan a relajar el sentimiento, otros lo enaltecen y
digo: “¿qué falta?”.
Esa falta que hice, que cometí, esa falla, ese tachón que ha
durado en borrarse. Este guion lo estoy escribiendo yo porque soy el autor. Me
leo en voz alta (en mi mente) para comprobar que estoy dando los pasos, que
siento el eco de mi pronunciación y el pie que va adelante, el otro siguiéndole.
Me arrodillo de noche para agradecer y dejar en manos de Dios,
de la misma forma lo hago en la mañana. Veo mis manos, ya no están rojas o mis
palmas no están maltratadas por la cuerda que sostenía. El libreto a veces se
complica y otras, solo fluye o va. No parece ser tan ficticia, esta vida,
cuando el sol me quema las mejillas o me duelen las rodillas de estar de pie
dando clase. Siempre espero que sí, pero no sé a quién se le ocurre cerrarme la
puerta que me lleva a la bonita coincidencia de la reciprocidad. Esta vida la
deseé, y pagué el precio que costó. Cada amanecer me lo recuerda, cada noche lo
confirma y cada pensamiento lo deja plenamente claro.
No es ficción, pero parece.